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Desamor colectivo
Maria Paz Amaro comment 0 Comentarios

Celina tuvo a Martín. Años después, lo volvió a ver llevándose la inesperada sorpresa de sentir que, de nuevo, no había necesidad de explicar nada. Por aquel entonces, Martín ya había conseguido una nueva chica. La ventaja de esta última es que vivía en Cholula, el mismo radio por el que Martín circulaba a diario, mientras que Celina, con todo y los besos a la mitad de la boca y la nalgada cariñosa, se había ido de vuelta a Montevideo y tan sólo pasaba unos días en lo que antaño fue su campus universitario. Celina venía herida. La segunda sorpresa fue que, después de tanto llanto invernal, la herida de Celina comenzó a cerrar en el momento en que captó el brillo de los ojos de Martín tan pronto apareció desafiando el marco de la puerta que los separaba. Sanó y siguió sanando con el reencuentro de los amigos y con la aparición, a escasos días de su viaje de regreso, de El Chino.

El Chino tenía una estructura ósea envidiable. Cachondo, bromista y buena onda, permitió que Gerardo, el reciente ex novio chileno de Celina, pasara de la carpeta de los insuperables, al rango despreciado de los tetos-maricones-pocos huevos. Atrás se quedó, no sin dolor cuando Celina evoca la tarde en que caminaron hasta encontrar unos columpios donde vieron subir y bajar la luna, o el día en que Gerardo le llevó su regalo de cumpleaños: unas semillas para la parcela que Celina soñaba con cultivar. Atrás quedó, también, la promesa de cuidarla toda la vida y el asombro de Celina al sentir de nuevo que le fuera tan fácil compartir su cuerpo en invierno.

Gerardo regresó con la ex novia: una rubia desabrida que se empeñaba en no perderle la pista. Gerardo calificaba dicha relación de tortuosa y desquiciante. Sin embargo, no pudo sucumbir al hecho irrevocable del notable parecido que tenía la palidez de su ex novia con una sensación remota de la infancia cuando su madre lo mantenía en su regazo por instantes eternos. A su madre, por cierto, no la había visto hacía tres años.

Tras el encuentro con El Chino, Celina regresó a Montevideo, donde comenzó a hacer, de nueva cuenta y como siempre pasaba, maletas instantáneas a México, su media patria en la que, según ella, la gente con brillo se asoma hasta por debajo de las coladeras. En parte, se trataba de la idealización necesaria para poder enfrentar la inminente realidad: el cuerpo, la cachondez, la sonrisa franca de El Chino comenzaron a ser, irremediablemente, instantáneas del pasado que retumbaron como flashazos en su mente. Un doctor coreano le recomendó concentrarse en ser alegre en lugar de pensar. Este ejercicio la mantuvo bien durante la primera semana, con el suficiente equilibrio para aceptar ir con sus “nuevos amigos” uruguayos a un Club de Tango enclavado en el barrio Sur donde conoció a Santiago.

Santiago escribe. Escribe lo que le viene en gana y resulta que le sale bien. Se ha dedicado a llenar el messenger de Celina con extractos de su blog y con recortes amarillos por el tiempo. Él quiere compartir, cosa rara en este nuevo siglo donde el miedo es la única coraza que nos mantiene a flote. Justo antes de conocer a Celina, Santiago andaba con una peruana que lo dejó con promesas sueltas nada más regresaba de un viaje corto por el Japón. Pero la peruana regresó y no lo quiso más… Y ahora se arrepiente Santiago de contarle todas esas cosas a Celina, que qué pensará respecto a él, menudo papelón. Ella alcanza a decirle “Tranquilo, compadre”, que si supiera contar las cuentas de lo que se ha vuelto el rosario del desamor de ella, temblaría aún más, pues todavía no se sabe si él sea el siguiente y con cuánta fortuna contarán ambos para dilucidar el entresijo del amor.

Celina alcanza a mandar un fragmento de lo que escribe Santiago a su prima Mariela, que vive en México. La ausencia de pausas, el estilo llano y el buen uso del punto y seguido sorprende a la segunda. Algo hace tilín en sus oídos al ver el fondo blanco de esa pantalla salpicada de caracteres negros que es la ventana al mundo y desde donde se pueden comunicar por medio de un extenso cordón umbilical. No le asustó para nada la confesión de Celina: que lo conoció en un pseudoantro bohemio de mala muerte; que una broma fina e inteligente sin planeación previa lanzada a quien quisiera retenerla, hizo que Santiago girara la cabeza y la mirara como quien mira a una joya jamás descrita. Y que, acto seguido, luego de dos o tres repeticiones insistentes, Celina no le diera su teléfono pero sí su gmail. Eso no asusta a nadie hoy en día. La prima Mariela se detiene a pensar si los demás se asustarían, de ser ella, de buenas a primeras, la que les confesara que, separada por decisión propia de un tipo con el que procreó dos hijos, acababa de enamorarse de un chico nueve años menor que ella, con quien luego de cuatro meses de idealizaciones, honestamente jamás pudo imaginarse cómo es que sus vidas algún día encajarían de forma certera. Se preguntó qué pensarían si ella confesara que haberse acostado con su amor platónico de los diecisiete años, cuando ambos estaban casados diecisiete años después, fue lo que hizo que se diera cuenta de que ya no amaba más a su esposo, Antonio. En el inter, Cristóbal, su ex amor platónico, no se separó. Tenía una buena oferta en una revista en Barcelona y allí fue a parar con mujer e hijos, en el intento por tener un apasionado, prolongado e intenso affaire… con la ciudad.

Mariela se preguntó qué pensarían los demás si supieran que después de Cristóbal, le había vuelto a ser infiel a su marido con otro, tan sólo un mes y medio mes después, en una tienda de campaña a orillas del mar, mientras su hijo de cuatro años dormía plácidamente en la tienda contigua. Se preguntó qué cara pondrían los que la oyeran confesar que en el siguiente año a su separación, había doblado el récord personal de acostones de toda su vida. No es que fueran tantos pero tampoco eran tan pocos y no, quizá por ello no se asustó con las confesiones de Celina.

Antonio, su ex marido, luego de que jurara por sus hijos no volver a conocer el amor, poco a poco se recuperó de la pérdida gracias a Adriana, una bióloga marina que le recordó a Antonio que su pasión verdadera era el buceo. De Antonio, Mariela no sabe más que lo que le cuentan sus hijos cuando regresan de pasar el fin de semana con su padre. Lo último que le contaron fue que Adriana estrenó automóvil. Mariela sigue sin entender por qué Adriana, según lo que cuentan sus hijos, no dejó que se montaran al auto para dar una vuelta al barrio y estrenarlo como se debe. Amantes de los coches, Adriana y Antonio comparten ahora una nueva pasión. Pero lo que más sorprende a Mariela es el hecho de que, con todo y las penurias económicas recientes, el consecuente abandono de su vida independiente en el departamento de la Narvarte y el retorno a casa de su madre, abuela de sus hijos, las noticias recientes del fin de semana no le hayan causado ni el más mínimo ataque de celos.

Mariela tiene que dejar el chat en stand by para responder al teléfono. Es su amiga Silvia, con quien no había hablado hace ya varias semanas. Silvia le cuenta que todo sigue más o menos igual. Que la agencia, como siempre. Que su último polvo con Jerry, ex compañero de la misma firma publicitaria donde ella sigue trabajando, no pudo ser peor. Jerry llegó borracho, rompió una cortina nueva de su departamento recién estrenado, la tomó y, acto seguido, se durmió sin abrazarla. A las dos horas, Jerry despertó, se puso los pantalones y se fue sin mayor preámbulo, dejando el condón usado a mitad del pasillo. Silvia le confiesa a Mariela que si Jerry le hubiera dejado quinientos pesos en el buró, se hubiera sentido mejor. Mariela sabe que lo superará, no hay mecanismo más volátil que la balanza del amor, tras lo cual, será Silvia quien deje en estado de shock a sus amantes en turno el resto del fin de semana.

Jerry regresó a casa de sus padres donde todavía vive. Tiene una novia con quien lleva siete años y medio. Es con Silvia con quien le es infiel por primera vez. Y aunque Silvia le parece más linda, más inteligente, más interesante, no quiere detenerse a explicar por qué no manda a volar esos siete años y medio tan llenos de familia, de ver la televisión juntos, echados en el sofá de la sala; qué haría con todas esas fotos que decoran la repisa de su recámara desde siempre. Le acaban de ofrecer una nueva chamba, fue por eso que abandonó la agencia donde conoció a Silvia. Ahora gana una buena lana que le permite empedarse y llegar con varo al fin de la quincena, tomar a Silvia y encender un cigarro; ser el mismo de siempre mientras zappea con el control remoto en casa de su novia.

Silvia, mientras tanto, sigue encontrándose con Fito, el amor de su vida. Fito, VIP Creativo de una agencia trasnacional, dejó a Silvia por una chava de la oficina que sigue casada con el mismo cabrón que mandó vaciar su departamento tras enterarse de la infidelidad. Le quitó a Fito lo que más le dolía: no necesariamente la calentura sino su colección de ochocientos CDs y DVDs. La pantalla de plasma situada en el mismo mueble de los discos quedó estrellada con la ayuda de un bat. Fito ha pensado seriamente en vender el plasma y el bat como una obra in situ a un galerista amigo suyo. Dejando de lado la intromisión, podría decirse que la vista posterior al despojo de su departamento en la Condesa bien merece una serie fotográfica que inmortalice el momento. No sabe qué tan de mal gusto o qué tan fatal augurio sería montarla en la pared del pasillo, ahora vacío, una vez restaurados los estragos. Por su parte, Silvia sigue asombrada de sí misma. Jamás esperó que hacer el amor con Fito sin el resguardo del título oficial de “novios”, le dejara de doler. Y sin embargo, ya no duele. Antes de ser novios fueron mejores amigos. Ahora lo vuelven a ser de otra manera.

Mariela cuelga el teléfono y sube a la recámara. Revisa su instagram y se percata de que la foto donde aparece su amiga Daniela es la que cuenta con más visitas recientes. La razón es obvia: el escote de Daniela se extiende aún más con el movimiento de los brazos que intentan captar la atención de cuatro de sus ocho mascotas: tres de los cinco perros y uno de los tres gatos. Daniela, entre otras cosas, tiene una organización para adoptar animales abandonados. Hace poco más de un mes recibió la llamada de un tipo que vivía en las Lomas y que deseaba adoptar un perro. Por el código postal, Daniela se arregló un poco más que si fuera a visitar la casa de cualquier futuro adoptado en Nonoalco. Cuál va siendo su sorpresa que el tipo le gustó. Él estaba igualmente sorprendido, pues jamás se imaginó que la dueña de lo que él entendía, en su total incultura, como una Organización No Gubernamental, tuviera tal porte y gallardía. Quedaron en tomar unas chelas y las chelas llegaron junto con todo lo demás, desencuentros incluidos. A dos años de la ruptura con Ernesto y varias canas al aire en el inter, Daniela ya se consideraba lista para tener una relación sentimental en forma, con todo lo que eso implicaba. Pero Mike, que era como se llamaba el judío de la Avenida Virreyes, se había divorciado hacía apenas un año y aunque Daniela le encantó, piensa que la vida es eterna y juega a tenerlo todo: el reventón, Daniela, los ensayos de su banda de rock los jueves, los viajes de negocios más los de fin de semana, sus hijas gemelas. Todo de pronto resulta tanto que, además de postergar las últimas salidas con Daniela, luego de haberlo pensado exhaustivamente durante los últimos quince minutos de su existencia, decide que es una tremenda responsabilidad quedarse con el perro que lleva escasas semanas en su casa, y le llama a Daniela. Tras avisarle que siempre no se queda con el perro, aprovecha la llamada para reprogramar los mezcales postergados en dos ocasiones consecutivas. Luego de colgar, Daniela lo piensa bien durante tres minutos y marca el directo de Mike. Le dice que no va a poder verlo el jueves. O para ser más precisa que, en realidad, ya no lo quiere ver, y ya ni siquiera es por el perro, eso tan sólo fue una señal más. Mike titubea y se vuelve un niño de cinco años. Le pregunta repetidas veces si va en serio, que por qué semejante decisión, y al escucharla tan segura pero a la vez tan relajada, no le queda más que colgar el teléfono con todo y que no quiere pues acaba de sentir que ya se le acabó el veinte… Minutos después, sentado en su oficina, con la mirada suspendida en el horizonte vacío, sigue sin entender qué fue lo que hizo mal.

A cada instante, las historias de amor y desamor se entrelazan en el mundo. A veces el zoom del corazón logra acortarse lo suficiente hasta quedar inmóvil en la abertura del alma del otro. Una anónima cerveza puede iniciar una historia de atracción mutua que bien puede durar cuarenta y cinco minutos o veinte años. “No eres tú, soy yo” es siempre la traducción sorda, ilógica de “ya no somos más un nosotros”. Los ojos brillan, el alma duele, el corazón se agota, las razones de la mente enmudecen. Sin embargo, nada es más dulce que desentrañar el misterio de hundirse en el otro, reconocerse en aquél, volver a confiar pese al dolor pasado, advertir que ese impulso –la vida– siempre será más fuerte que uno mismo.

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