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El cosmógrafo
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Alexander von Humboldt estuvo en Sudamérica apenas cinco años, una porción mínima de su larga vida que alcanzó casi las nueve décadas. En 1803 y a la edad de 32 años cruzó el ecuador geográfico de sur a norte, con un intermedio en la capital novohispana rumbo a Filadelfia, y nunca volvió a poner pie en el hemisferio que le dio fama.

Pese a esto, ese lustro sigue resonando en Latinoamérica, donde las huellas de Humboldt, a través de Venezuela, Colombia y Ecuador —en ese entonces la Nueva Granada— así como de México, permanecen en ríos, calles y escuelas. Su legado se ha eclipsado no tanto en Europa como en Estados Unidos, en gran parte porque la relevancia puramente técnica de su obra científica ha sido superada y porque sus libros son difíciles de encontrar en ediciones populares. Más importante aún para este oscurecimiento, el espíritu de Humboldt de aunar lo que parecía separado —arte, historia, poesía y política— no cabe en un ámbito científico de hiperespecialización y el academicismo como el de hoy en día.

Es contra ese silenciamiento que Andrea Wulf escribe La invención de la naturaleza, libro que llega en un momento crucial del debate en torno al cambio climático (con todo y la arremetida de Trump contra los acuerdos de París), un fenómeno que Humboldt prescribió hace más de dos siglos (tras estudiar las cuencas agrícolas y la explotación colonial del suelo americano): que el mal comportamiento de la humanidad perturbaba el orden de la naturaleza. Esta idea, mucho tiempo silenciada, es el núcleo de la reivindicación de Humboldt por parte de Wulf, una idea tan revolucionaria como la Teoría de la Evolución de Darwin (que el propio Humboldt contribuyó a fermentar) o la física de Einstein: el planeta es un ser vivo interconectado.

El día de hoy, ningún journal publicaría un texto como los que Humboldt escribió a lo largo de su vida y que abarcan más de 34 volúmenes. Menos aún su obra maestra, Cosmos, los cinco volúmenes de ciencia, fusión de disciplinas y de estilos de escritura en los que Humboldt vertió todo su saber y desbancó las ideas dominantes sobre la naturaleza (el mecanicismo cartesiano y las ideas taxonómicas de Linneo) que analizaban minerales, animales y plantas como entidades separadas, exteriores incluso a los trabajos de la industria humana.

Durante su viaje por Venezuela y Ecuador, Humboldt fue capaz de ver las profundas relaciones entre los seres vivientes, su hábitat y la actividad humana, hasta proponer que por el Cosmos (palabra griega que él resucitó y significa a la vez orden y belleza) corre una “cinta secreta” que une al mundo. Esta sola idea le sirvió para capturar al mundo a través de su descripción física, las cosas, sus interconexiones y las fuerzas que provocan un conjunto viviente.

Andrea Wulf captura el elemento humano del que salió su visión del mundo: la locuacidad de Humboldt, el apego a los hombres, de quienes nunca tuvo una amante ni esposa; su desinterés por el dinero, la ropa y todo lo mundano; su afición frenética por escribir cartas que se contaban por miles al año (entre su correspondencia no faltaron misivas de Goethe, Simón Bolívar, Thomas Jefferson o Charles Darwin); su cosmopolitismo científico (“la ciencia no tiene nacionalidad”) y la obsesión por el único amor que tuvo en vida: la ciencia, entendida como el encuentro entre el asombro, el conocimiento y la medición.

Aunque la vida de Humboldt fue rica en experiencias y en exploraciones, el polímata alemán fue víctima de las arbitrariedades del poder, pues los británicos nunca le dejaron viajar al suroeste asiático; los emperadores alemanes que lo tuvieron bajo su tutela lo sometieron a la lógica cortesana; sus investigaciones se vieron entorpecidas por las guerras entre potencias europeas. A pesar de eso, Humboldt fue capaz de realizar sus viajes, incluso uno, menos famoso que el trayecto americano, que lo llevó por Rusia. De San Petersburgo y Moscú hasta los Urales y el centro de Asia, el trayecto le permitió conocer algunas peculiaridades geográficas y etnológicas, pero la relativa monotonía del paisaje siberiano fue un premio de consuelo para un explorador que seguramente habría completado su imagen del mundo en las frondas del suroeste asiático.

Eso no impidió que Humboldt contará con una rica descendencia intelectual: el propio Charles Darwin que sabía de memoria la Personal Narrative de Humboldt; en un poeta como Henry David Thoreau; el naturalista Goerge Perkins Marsh —uno de los fundadores del Smithsonian Institute y precursor de la ecología—; un artista como Ernst Haeckel, conocido por sus dibujos de medusas y radiolarios; o John Muir, el precursor de los parques nacionales y las reservas ecológicas; todos ellos examinados a la luz del gran científico prusiano por Andrea Wulf.

En 2003 el Museo de San Ildefonso celebró el bicentenario de la llegada de Humboldt a México con una gran exposición que incluía manuscritos, mapas, reproducciones de sus Naturgemälde (sus fabulosos recuadros —infografías los llamarían hoy—) e instrumentos de medición como microscopios, cuadrantes, hipsómetros o su infame cianómetro, con el que procuraba medir “el azul del cielo”. La experiencia era similar a la de encontrar los artilugios de un hechicero antiguo, de tiempos en los que la geografía era tan indispensable como lo es hoy para la exploración espacial y la física teórica para descubrir nuevos mundos; en tiempos del calentamiento global, la extinción masiva de las especies, la contaminación y el deterioro de la vida, Humboldt nos recuerda la exuberancia del planeta.

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