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El invasor rojo en el país de la media luna
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El escenario de Los muchachos del zinc es un Afganistán fantasmagórico, un territorio de montañas y desiertos a donde fueron a parar miles de soldados soviéticos sin poder explicarse las razones de la invasión. Alexiévich fue corresponsal, durante el conflicto y después, de una lucha que era el reverso de la Guerra Patria contra la Alemania nazi. Si en la Segunda Guerra Mundial el pueblo soviético peleaba contra un enemigo que encarnaba el mal, la intervención en Afganistán convirtió al Ejército Rojo en ese adversario inhumano que derrotó en Stalingrado.

“Vietnam soviético” es un título que se le ha dado a la guerra en Afgán, como la llamaban los veteranos. El apodo no sólo se refiere a la derrota de la URSS, sino a la consciencia de que el comunismo podía generar su propia forma de imperialismo. Los testigos de Alexiévich se remuerden por los hijos perdidos, los asesinatos que presenciaron, los miembros amputados y, sobre todo, por la muerte de sus ideales. De manera silenciosa, no por traicionar al Estado sino su propia idea del comunismo, cada una de las voces aquí reunidas testimonia el fin de un orgullo, el de ser soviético.

Una y otra vez a lo largo del libro, los médicos y enfermeras que atienden a los afganos heridos —casi siempre mujeres y niños— se encuentran con el repudio del conquistado. Una y otra vez, los muchachos que vuelven del servicio se encuentran a sí mismos como blanco del aborrecimiento y del rechazo. Y eso cuando no vuelven en los infames cajones de zinc, esas cápsulas, antes que ataúdes, donde se daba gato por liebre a las familias en espera de velar el cadáver de sus hijos. Se martilla una y otra vez, no hay cómo justificar o explicar la invasión a Afganistán —país que por cierto lleva casi cuarenta años de guerra ininterrumpida, y que está a la espera de su propia Alexiévich—.

Antes decía que el Afganistán de Los muchachos del zinc es fantasmagórico. Éste no es el país que aparece en los mapas, junto a Pakistán y otros países del centro de Asia. No es el país que bombardeó Bush y cuyos mapas daban una idea más o menos delineada de sus batallas gracias a historiadores militares y enciclopedistas. No, el lugar a donde la Unión Soviética se fue a desangrar, es un páramo con una lengua extraña, un pueblo enigmático que se inclina ante la media luna del Islam, un país interminable capaz de doblegar a los mismos rusos, habituados a los paisajes infinitos y a una religión de Estado tan fuerte como la de los muyahidines.

Algo terriblemente masculino se oculta en el alma de la guerra. La violencia, el asesinato, las armas, la tecnología. Los rudimentos de lo bélico llevan, cómo no, el símbolo zodiacal de Marte, el escudo y la lanza que tanto se parecen a la propia sexualidad viril. Svetlana Alexiévich lo dice tímidamente, pero lo expresa sin recato a lo largo de su obra: la guerra, parafraseando otro título de la propia escritora, no tiene rostro de mujer sino de hombre.

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