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El rey pálido: nota al pie de página
Enrique Calderón comment 0 Comentarios

El rey pálido es la obra póstuma de David Foster Wallace. Poco antes de colgarse en su casa, se aseguró de organizar las cajas de papeles y los archivos electrónicos de ese manuscrito que consumió, literalmente, la última parte de su vida. Se trata, pues, de una novela inacabada… pero a fin de cuentas ¿cuál no lo es?

Michael Pietsch, el editor que llevó a cabo la titánica tarea de establecer una versión más o menos legible, no dudó en llamarla “una obra brillante, una exploración de algunos de los desafíos más profundos de la vida y un empresa de un atrevimiento artístico extraordinario”. Sin duda, fue ese atrevimiento una de las insignias que le dio notoriedad a Foster Wallace a lo largo de su carrera. La provocación disfrazada de atrevimiento (o al revés) del mismo autor que decía haberse formado con la televisión como el snorkel artístico que lo conectaba con el universo, y que al mismo tiempo, en el terreno narrativo, no tenía muchas concesiones que apelaran a un público muy amplio (“lo cual te volvería loco”).

El rey pálido es un sofisticado artefacto lingüístico que se mueve virtuosa y erráticamente. Un cubo Rubik cuyas caras nunca podrán tener el mismo color, aunque el lector tenga la falsa sensación de que después de algunos días lo conseguirá. (Aquí hay un primer esquema para aquel que no desee entrar con los ojos totalmente vendados en esa extraña máquina de afectos). Tal como ocurre en La escoba del sistema o en La broma infinita, El rey pálido, ha dicho D. T. Max —el prolijo biógrafo de Foster Wallace— “está sobrecargada de datos duros, humor, digresiones, silencio y tristeza”, elementos que se acoplan por medio de una “prosa de controlado descontrol, que tiende a imitar al pensamiento mismo”.

Más que una trama en el sentido convencional del término, Foster Wallace reunió una exagerada cantidad de estampas y viñetas de personajes que se relacionan de alguna u otra manera con el IRS, el sistema fiscal estadounidense. Recuerdo Stranger than Fiction (2006), una película donde el protagonista (personaje de ficción dentro de la ficción) también era un representante del IRS. La elección del oficio de los personajes, en ambos casos, no es casual. Nada como los impuestos para afrontar narrativamente la grisura de la vida.

Un correlato natural de la Hacienda y sus laberintos burocrático-técnicos es el aburrimiento, el núcleo mismo de El rey pálido: tedio, inercia, enajenación. Una de las palabras que más se repite a lo largo de la traducción (imponente, hay que decirlo) de Javier Calvo es petrificación. Escenas de petrificación y levedad. Esto es lo que ocurre en la comarca del rey pálido: “… Sylvanshine fue empujado o arrojado hacia sí mismo y volvió a sentir que le pasaba por encima el borde de la sombra de las alas del Terror Total y la Incapacitación, el conocimiento de que él estaba clara y espantosamente no cualificado para lo que fuera que le esperaba”.

El propio D. T. Max entiende esa petrificación, en Foster Wallace, como el único refugio del “Ruido Total” de la sociedad contemporánea: “El trabajo de los agentes del IRS es tedioso, pero es la propia grisura la que los libera”, o la que por lo menos “los aísla del carácter frenético de la vida estadounidense”.

Desde esa perspectiva, en El rey pálido hallamos, entre otros filamentos, un diagnóstico sombrío y mordaz de la sociedad americana, la misma que con indolencia deja morir a un oficinista en su cubículo de trabajo; la de los “hombres anaerobios con trajes grises que hablan un idioma burocrático”, o la de las casas rodantes que cruzan el inmenso sistema de carreteras interestatales del país, donde transitan lo mismo “el pensamiento bloqueado que la vaguedad, la resistencia a responder, la afasia, los delirios persecutorios, la obediencia automática, la monotonía afectiva o la despersonalización”.

El rey pálido es básicamente una autobiografía sin ficción, con elementos adicionales de periodismo reconstructivo, psicología organizativa, educación cívica elemental, teoría fiscal y demás”, se afirma en el capítulo 9. Aunque no es algo inesperado ni original, uno de los artilugios más llamativos de El rey pálido es la aparición de un personaje que asegura ser el autor de El rey pálido. “Aquí el autor. Quiero decir el autor de verdad, el ser humano de carne y hueso que sostiene el lápiz, no una máscara narrativa abstracta”, dice quien se identifica como David Wallace. El juego despresuriza el artefacto y el lector agradece el gesto de complicidad: “El rey pálido es una especie de autobiografía vocacional. También se supone que ha de funcionar como retrato de una burocracia —probablemente la burocracia federal más importante de la vida americana— en un momento de enormes luchas internas e introspección, los dolores del parto de lo que los profesionales del fisco han venido a denominar la Nueva Agencia Tributaria”.

David Wallace aclara que a él “también le resultan irritantes esta clase de paradojas efectistas y autorreferenciales”, y que “si algo no es este libro es una especie de chascarrillo ingenioso y metaficticio”. Denegación uno y denegación dos. Claro que lo seducen las paradojas efectistas. Claro que se trata de un chascarrillo metaficticio, sobre todo cuando descubrimos que David Wallace es otro miembro del IRS que nada tiene que ver con David Foster Wallace. Este elemento complejiza (aún más) la lectura y ciertamente la vuelve disfrutable. Uno de los mayores dones de Foster Wallace como escritor, decía Dale Peterson, es su “habilidad para retratar, con toda su hilaridad y angustia, la tragicomedia de la autoconciencia”.

Si algo no era David Foster Wallace era precisamente una máscara narrativa abstracta. El autor de El rey pálido, el que sí era de carne y hueso, se convirtió en una celebridad más allá de su obra. Su vida atormentada, la del lugar más o menos común del genio incomprendido perseguido por las adicciones y la depresión, lo elevó a una especie de “Kurt Cobain de la literatura”, algo que tanto le molestaba a escritores como Jonathan Franzen, uno de sus amigos, contemporáneos y competidores más cercanos. Véase como ejemplo de lo anterior (el autor por encima de la obra) The End of the Tour (2015), rechazada por la viuda y la hermana, quienes dijeron que esa película no se podía considerar un “auténtico homenaje a David”.

Valga esta pequeña divagación (el último párrafo, ¿o todo el texto?) para decir que una de las preguntas (retórica, vieja, sí) que me persiguieron a lo largo de la lectura de El rey pálido es cómo tomaría la obra un lector que no supiera mayores detalles de la vida de Foster Wallace. ¿De dónde se sostiene el armatoste literario? ¿De dónde se sostiene sin la imagen del paliacate extravagante? Mi impresión (tal vez anhelo, más que impresión) es que El rey pálido va más allá de la anécdota de ser el último gran experimento de ese Cobain de la literatura. Pero sólo el lector langostino lo podrá juzgar con la templanza y la pulcritud que lo distinguen. Así que olvide su declaración de impuestos y sírvase leer El rey pálido.

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