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El Romanticismo nuestro de cada día (dánoslo hoy, dánoslo ahora)
Romeo Tello comment 0 Comentarios

I.

La noción de ismo me hace pensar en islas. Más allá de la banal asociación fonética, mi cerebrito establece una relación conceptual, mejor dicho, geométrica. Pienso en los ismos —me refiero a los ismos artísticos y filosóficos, claro; los ismos económicos y sociales son harina de muy otro costal— como en hielos flotantes en el vaso con whiskey de la realidad, objetos u organismos cerrados y un tanto autistas. Por supuesto, hay islas más grandes que otras, algunas incluso se confunden con continentes y otras se arraciman en archipiélagos. Sin embargo, en el caso de las islas-ismos, por más interesante que me parezca su propuesta, siempre me quedo con la sensación de ensimismamiento y desconexión, de ínsula Barataria. Del naturalismo al futurismo, del existencialismo al surrealismo corre un mismo afán de totalidad que se derrite en sí mismo.

II.

¿Cuando íbamos en la primaria no había una “polémica” en torno a la condición continental o meramente isleña de Groenlandia? ¿No era una pregunta recurrente en los exámenes de geografía identificar la isla más grande del mundo, y la trucada respuesta no oscilaba entre Groenlandia y Australia? ¿Me estoy inventando estos recuerdos? ¿Qué tiene todo esto que ver con los ismos del arte y la filosofía? La respuesta correcta es: NADA. Es un mero pretexto para introducir el tema del que quiero o se supone que debo hablar: el Romanticismo. (¿Romanticismo se escribe con mayúscula o minúscula inicial?). Bueno, asumamos el pretexto y llevémoslo hasta sus últimas consecuencias: digamos que el Romanticismo es como la Groenlandia de los ismos artísticos. Es tan grande y tan importante que a veces lo perdemos de vista. Quiero decir, perdemos de vista su alcance y su influencia, no sólo en otros movimientos artísticos, sino en la concepción misma que tenemos del arte, desde entonces y hasta la fecha, e incluso en nuestra vida diaria. ¿Tenía razón Isaiah Berlin cuando decía que el Romanticismo fue “el mayor movimiento reciente destinado a transformar la vida y el pensamiento del mundo occidental”? ¿Tenía razón Octavio Paz cuando escribió eso de que el Romanticismo fue “algo más que una estética y una filosofía: una manera de pensar, sentir, enamorarse, combatir, viajar. Una manera de vivir y una manera de morir”? La respuesta correcta es: TODAS LAS ANTERIORES. Es decir, sigamos.

III.

Esto no es una monografía. (Tampoco una pipa.) Quien necesite o quiera o anhele datos concretos sobre el Romanticismo —del tipo ¿quién fue el Romanticismo y por qué?—, por favor, visite la entrada correspondiente de la Wikipedia o, mejor aún, lea el fantástico libro Las raíces del romanticismo, de Isaiah Berlin, o el capítulo que Arnold Hauser le dedica al tema en su Historia social de la literatura y el arte. El Romanticismo fue un movimiento cultural que empezó a finales del siglo XVIII y se desarrolló a lo largo de la primera mitad del XIX. Abarcó casi todas las disciplinas artísticas e inundó Europa y América. Pero lo que más me importa decir aquí es que cambió por completo y para siempre nuestra forma de entender el arte, las emociones, la libertad y nuestra propia identidad. Y si esto suena un tanto excesivo es sólo porque, como dije líneas arriba, el cambio fue tan radical y permanente que nos cuesta trabajo medirlo y aquilatarlo. Nuestra cultura, desde lo que pasa en la televisión (es decir, Netflix y Youtube) hasta lo que pasa en los museos, es esencialmente postromántica. Querer entender las repercusiones del Romanticismo es como querer entender las repercusiones que tiene en nuestra vida una enfermedad terminal o la persona a la que amamos: parece que siempre hubiera estado ahí, trastocándolo todo.

IV.

Sin Romanticismo no hubiera habido Rock. No hubiera habido Lennon y McCartney, ni Jimmy Hendrix, ni Bob Dylan, ni Led Zepellin, ni toda la estela del Heavy Metal (quizá dentro del rock la vertiente más estrictamente romántica, desde sus coqueteos medievales hasta su satanismo). Sin Romanticismo no tendríamos la idea de que, en el arte, lo fundamental es la originalidad, el hecho de que nunca nadie antes haya escrito o dibujado o fotografiado o instalado o conservado en formol nada parecido. Sin Romanticismo, no tendríamos eslóganes como “rompe las reglas”, “piensa diferente”, “encuentra nuevos caminos”. Sin Romanticismo, no pensaríamos que el artista es un ser especial, un genio, un iluminado cuya particularísima sensibilidad puede salvarnos. Sin Romanticismo, no nos diríamos cosas como “sé tú mismo”, “escucha tu corazón”. Sin Romanticismo, no tendrían tanto prestigio cultural la transgresión y la libertad —y quizá no veríamos a la libertad como la mera posibilidad de elegir opciones de entretenimiento en un menú o catálogo infinito—. Sin Romanticismo, no hubiera habido Heidegger ni Freud. Sin Romanticismo, no pensaríamos en casarnos por amor. No tuitearíamos: porque no pensaríamos que expresarnos a nosotros mismos, permanentemente, es tan malditamente importante.

V.

Por todo lo que acabo de decir, podría parecer que tengo una opinión más bien negativa del Romanticismo. Y a lo mejor sí; no estoy muy seguro. Habrán escuchado esa frase que dice: “quien no haya sido revolucionario a los veinte no tiene corazón; quien lo siga siendo a los cuarenta no tiene cabeza”. (Dependido del orador y de las circunstancias, en lugar de revolucionarios, puede hablarse de comunistas, socialistas o liberales.) Pues algo similar siento al respecto del Romanticismo: me parece que no fascinarse, en algún momento de la vida, con su espíritu libertario, idealista, trágico, individualista e irracionalista es síntoma de cortedad emocional. Además, el Romanticismo ciertamente tuvo efectos sanísimos para la sensibilidad de Occidente: instauró la idea de que no hay una verdad única y absoluta; de que la imaginación, la introspección y la intuición son formas tan válidas y útiles de conocer la realidad como la razón; de que somos seres ambiguos y contradictorios, como el mundo en el que vivimos. Que nuestro único sentido es la búsqueda y la creación de sentido. Todo eso es herencia romántica y está muy bien. El problema es que envejecemos y cumplimos más de cuarenta años y parece que sólo quisiéramos quedarnos con el legado más cómodo y simplista del Romanticismo, ése que nos dice que debemos ser originales y crear nuestras propias reglas y ser nosotros mismos. Que debemos expresar nuestra irrepetible individualidad a través de nuestra ropa o nuestro coche último modelo o nuestros exquisitos y excéntricos gustos musicales. Y que debemos externar nuestra opinión (de absolutamente todo), y los demás deben respetarla (porque es nuestra opinión). Y, claro, como somos tolerantes y democráticos, podemos escuchar las opiniones de los demás; siempre y cuando no nos molesten o cuestionen demasiado, en ese caso, podemos bloquearlos con un simple clic de nuestra voluntad (a fin de cuentas, lo que dicen es sólo su opinión).

VI.

El Romanticismo es una isla gigantesca, que no se derrite ni se hunde. Es una isla que invadió o parasitó tierra firme y ya no nos queda claro donde empieza ni termina. Es una isla que nos convirtió en islas. De monólogos con muchísimo eco.

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