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En el centenario de Octavio Paz
Redacción Langosta comment 0 Comentarios

Sólo explicable por ese absurdo tropismo del orden del que habla Nathanael West, a Paz lo acompañó siempre la pregunta acerca de si era más importante como poeta o como ensayista, aunque él siempre dijera que aspiraba a quedar como lo primero. Quien lea su obra con atención honesta no puede dejar de sentir que ese hervor interior manifiesto en la doble vía de la poesía y del ensayo, corresponde más que a etapas de una evolución personal, a impulsos tan naturales como respirar y expirar. Si en la poesía intentó en muchos casos recuperar su pasado, el ensayo fue el evidente espejo de su espíritu curioso, al que poca cosa humana le fue ajena. El otro polo de imantación de su sensibilidad fue la pintura, pero todo un espectro de intereses, que hubiese colmado varias vidas, ocupó la suya. Podríamos suponer que la organización mental requerida para lograr una obra como Sor Juana Inés o los engaños de la fe, totalizadora comprensión de este insólito fenómeno poético y humano de la gran poesía latinoamericana, tarea crítica inalcanzable sin una suma de erudición, interpretación de datos e imaginación, suspende mientras se da ese otro estado, mezcla de vaga apertura y de gracia, un sí no es mediúmnica, en el que las intuiciones se atraen para producir otra fórmula de la exactitud: la poesía. Se diría que en Paz la obra se dio en olas de intensidad diferente, sin que nada nos obligue a oponerlas. Siempre habla el mismo con uno y otro ritmo. Su idea del mundo y su idea del poema vienen de la misma ininterrumpida riqueza interior. El poeta que supo desconfiar de las palabras en vez de dormirse sobre ellas, también fue un científico por la vigilancia que ejerció sobre su pensamiento, por su resistencia al lugar común, a la inercia intelectual, a la aceptación de los meros presentimientos.

No era monolítico, pese a la constancia nunca suspendida de ciertos principios, fundamentalmente éticos. Tendría innegable interés buscar a lo largo de su vida esos núcleos de los que se nutrió su pensamiento, cuáles variaron y cuáles, habiendo probado su capacidad fermental, reaparecen una y otra vez, a lo largo de los años. Sabía que el poder de deformación de un concepto puede ser más rico que su capacidad estática. De ahí que no dejara de volver sobre ellos para revisarlos. Habiendo comprobado que sus palabras estaban expuestas a todos los juicios, era el primero en poner a prueba sus argumentos, cumplido abogado del diablo. Sabía sin duda que la búsqueda de una “lámpara eterna” fue una de las quimeras de la ciencia pintoresca: como no se ha alcanzado el movimiento perpetuo no se ha logrado crear la luz sin fallas. No confiaba, pues, en guías para siempre, más allá de un firme andamiaje, generador de una conducta sin fisuras: generosidad intelectual, lealtad inconmovible, trabajo sin excusas. No todos parecen tener claro que de su contacto con el surrealismo no extrajo una fórmula literaria (hubiese sido incongruente) sino una ética de la libertad, manifiesta en distintos aspectos de su vida y de su pensamiento hasta el final.

El lugar de Paz en la cultura mexicana parece predeterminado: su abuelo, Irineo Paz, activo liberal, siguió con criterio independiente la evolución del gobierno de Porfirio Díaz, al que apoyó en sus comienzos. Su padre fue zapatista. La infancia del poeta transcurrió en medio de las agitaciones políticas del país. En su juventud acompañó la causa de los leales, cuando el levantamiento contra la república española. En el 68, siendo embajador en la India renunció con las primeras noticias de la matanza de Tlatelolco. Reintegrado a la vida pública nunca fue un testigo apacible.

Hablé de heroísmo: pública y sostenidamente arriesgó su tranquilidad, la calma que el progreso de una obra inmensa como la suya requería, por el deber de opinar libremente aclarando confusiones, por su intolerancia ante la tergiversación y la malversación de las verdades para él evidentes. A la hora en que muchos consideran que han “llegado” y buscan la tranquila recolección de sus laureles, Paz siguió alerta. Sus últimas palabras polémicas, pocas pero filosas, se produjeron unos días antes de su muerte.

Nuestro tiempo ha multiplicado las cabezas de esa hidra: la tergiversación. Muchos cuentan con la sorda capacidad de resurrección del mal, abonada a su vez en la voluntaria y tramposa sordera de distraídos y aprovechados. Para ellos la pasiva mala memoria de los más es su más apreciado activo. Habiendo comprobado que los inventarios del mundo no son rigurosos ni imparciales, Paz no dejó de mirarlos con sospecha y de regresar a ellos de tanto en tanto a ver cómo se comportaban. No bastó que empleara sus fuerzas en señalar vientos y causas ni bastó que los hechos- que nadie puede refutar porque todavía no se han convertido en Historia, materia tergiversable, como está probado, le dieran, uno tras otro, la razón. (Creo recordar que en las notas escritas en Vuelta al producirse el derrumbe del frente comunista, asomaba cierto pudor y cierto duelo por haber tenido tanta razón.) Duelo explicable en quien había compartido la parte de pureza ideal que tuvo esa ideología y en quien, raigalmente plural, creía que la discusión entre dos frentes beneficiaba a la verdad.

Lo más doloroso de la partida de Octavio Paz, en las postrimerías del siglo XX, si tenemos en cuenta que él no escribió sólo para su país, sería que el XXI, en países en donde no están firmes los cimientos culturales, no sepa atesorar los valores a los que él dedicó su vida intelectual: libertad, humanismo, respeto por ciertos valores que tenemos todavía por eternos.

Ida Vitale