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La alquimia literaria de Orhan Pamuk
David Velázquez comment 0 Comentarios

La breve extensión de esta obra, que reúne tres discursos del autor de Cevdet Bey e hijos sobre el oficio de escribir, contrasta con la dilatación que caracteriza a sus novelas. Pero esto no sólo obedece a la naturaleza misma de los textos (como si alguien se atreviera a redactar un discurso de seiscientas páginas para recibir un premio), sino a la esencia misma de la novela, que para Pamuk es imprescindiblemente extensa para que el lector se deleite en el mundo que tiene delante; en contraste, sus ingredientes son tan simples que él mismo se esmera en develárnoslos como si de una receta de cocina se tratara, y de ahí su acotado monólogo.

Sin embargo, decir que los ingredientes son simples no equivale a decir que el proceso sea sencillo. Al igual que con la alquimia, que intentaba convertir el anodino plomo en codiciado oro, la búsqueda está llena de esfuerzos, sacrificios y no poca obstinación ante lo que parece imposible, y aun así el resultado no es nunca exactamente lo que uno espera. Sólo una cosa es segura: aunque no se llegue al puerto esperado, pueden descubrirse maravillas insospechadas.

Pamuk sabe de lo que habla, pues para el momento de recibir el Nobel en 2006, ocasión para la que redactó el primero de estos discursos, “La maleta de mi padre” (donde hace un sentido y muy personal homenaje al escritor que su padre nunca fue, pero cuyo espíritu lo impulsó a él mismo a convertirse en uno) había ejecutado esta receta en varias ocasiones, dando lugar a algunas de las piezas literarias más completas de los años recientes. Entonces, ¿cuáles son los ingredientes de la novela perfecta? Como toda receta, ésta es libre de interpretación, pero el novelista turco recomienda partir de la siguiente base:

Aislamiento absoluto

Para Orhan Pamuk, la novela debe cocinarse en absoluta soledad, lejos de la cotidianidad del mundo. Es bien cierto que nada surge de la nada (para volver a los principios alquímicos) y más cierto es todavía que el autor de novelas debe primero enfrentarse al mundo, vivirlo a plenitud, para poder extraer de él las experiencias necesarias para emprender el camino de la narrativa; pero es muy cierto también que aunque todos vivimos el mundo tan plenamente como podemos, no todos somos novelistas en acto, sino sólo en potencia. El primer sacrificio exige, pues, que renunciemos a las distracciones del mundo “real” si queremos perseguir el mundo literario que habita, o se gesta, en nuestra imaginación (Pamuk dirá que es en este aislamiento que el mundo le parece más vivo, como si su memoria pugnara por transformarse para dar origen a nuevas historias).

Plena conciencia de las heridas emocionales

Este ingrediente dotará a la novela de la verosimilitud necesaria que exige la literatura (y el lector, ya puestos en ello). Pamuk no deja de hacer hincapié en que la literatura pasa constantemente de contar nuestra vida como si fuera la de otros a imaginar la vida de otros como si fuera la nuestra. El aislamiento antes descrito, las largas meditaciones solitarias sobre nuestro lugar en el mundo y una extensa y siempre creciente avidez de lectura nos entrenan para esto: cuando comprendemos por qué somos como somos, podemos entender mejor los mecanismos de nuestras acciones, y las de otros (pura y llana empatía). Finalmente, esto nos permitirá encontrar el tema literario que nos interesa desarrollar, nuestro honesto grano de arena en la montaña de la literatura.

La construcción de un mundo imaginado

Aislado del mundo, enfrentado a sus conflictos internos, el único escape del escritor es crear para sí (y para el lector implícito, del que ya hablaremos) un mundo acorde a sus fantasías, a sus sueños y deseos; un reflejo de su mundo interno (y como éste, lleno de contrastes), donde hallará la paz que da la libertad de crear. Cierto es que ambos pueden compartir mucho más que algunos rasgos (la Turquía de sus novelas es un reflejo de la Turquía histórica), pero es justo ahí donde radica la magia de la literatura: el hecho de que podamos confundir uno con el otro, que nos parezcan intrínsecamente, quiere decir que la alquimia ha obrado perfectamente.

Un espíritu libre y juguetón

Para que la creación de ese mundo fructifique, el escritor que se ha abandonado a la soledad de su mundo interno debe dejarse llevar por el juego de la imaginación, operar las leyes del mundo como si fueran sus juguetes, arriesgándose (como a él mismo le sucedió) a incomodar a algunas personas. Pero sin ella, los personajes y hechos del mundo sólo serán enumerados, no ofrecerán la profundidad y vitalidad que la literatura exige, y el escritor se guardará para sí mismo las vicisitudes del mundo real (lo que no lo hará muy distinto de cualquiera de nosotros). En cambio, si se deja llevar, como el niño, por la libertad que ofrece la falta (o el desconocimiento) de los límites, mirando al mundo libre de ataduras, descubrirá que la creación es más valiosa si fluye impulsada por sí misma, y no por condicionantes externos.

Una vez recopilados los ingredientes, nos advierte Pamuk, el procedimiento es igual de simple: escribir, escribir y escribir…

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