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La cocinera de Himmler
Redacción Langosta comment 0 Comentarios

No soporto a la gente que se queja. El problema es que el mundo está lleno. Por eso tengo un problema con la gente.

En el pasado podría haberme quejado en muchas ocasiones, pero siempre me he resistido a practicar algo que ha convertido el mundo en un coro de plañideras. Al final, la única cosa que nos separa de los animales no es la conciencia que estúpidamente les negamos, sino esa tendencia a la autocompasión que deja a la humanidad por los suelos. ¿Cómo podemos dejarnos llevar por ella mientras recibimos la llamada de la naturaleza, del sol y de la tierra?

Hasta mi último aliento, e incluso después, no creeré en nada salvo en las fuerzas del amor, de la risa y de la venganza. Son ellas las que han guiado mis pasos durante más de un siglo, a través de la desgracia, y francamente, nunca he tenido que arrepentirme, ni siquiera hoy, cuando mi viejo cuerpo me está fallando y me dispongo a entrar en la tumba.

Debo decirles en primer lugar que no tengo nada de víctima. Por supuesto estoy, como todo el mundo, en contra de la pena de muerte. Salvo si soy yo quien la aplica. Y la he aplicado alguna vez, en el pasado, tanto para hacer justicia como para sentirme mejor. Nunca me he arrepentido.

Mientras tanto, no acepto dejarme pisotear, ni siquiera donde vivo, en Marsella, donde la chusma pretende imponer sus leyes. El último que lo intentó, y lo terminó pagando, fue un raterillo que se suele mover en las colas que, en temporada alta, no lejos de mi restaurante, se forman delante de los barcos que realizan el trayecto a las islas de If y Frioul. Se dedica a vaciar bolsos y bolsillos de los turistas. A veces da algún tirón. Es un chico guapo, de andar elástico, con la capacidad de aceleración de un campeón olímpico. Lo llamo «el guepardo». La policía diría que es de «tipo magrebí», pero yo no pondría la mano en el fuego.

A mí me parece más bien un niño pijo que se ha desviado del buen camino. Un día que fui a comprar pescado al muelle, nuestras miradas se cruzaron. Es posible que me equivoque, pero no vi en la suya más que la desesperación de alguien que lo está pasando mal después de haber perdido, por pereza o fatalidad, su condición de niño mimado. Una noche me siguió después de cerrar el restaurante.

Ya es mala suerte, para una vez que vuelvo a casa a pie. Eran casi las doce, el viento era tan fuerte que parecía que los barcos iban a echarse a volar y no había un alma en la calle. Las condiciones perfectas para un asalto. A la altura de la place aux Huiles, cuando vi con el rabillo del ojo que se me iba a echar encima, me volví bruscamente y le planté delante de sus narices mi Glock 17. Diecisiete balas del calibre 9 mm, una pequeña maravilla. Empecé a gritarle:

—¿No tienes nada mejor que hacer que atracar a una centenaria, gilipollas?

—Pero si yo no he hecho nada, señora, no quería hacerle nada, se lo juro.

No paraba quieto. Parecía una niña saltando a la comba.

—Por regla general —le dije—, un tipo que jura es siempre culpable.

—Se equivoca, señora. Sólo estaba dando un paseo.

—Escucha, mentecato. Con este viento, si disparo nadie lo va a oír. Así que no tienes elección: si quieres seguir con vida, ahora mismo me das la bolsa con toda la mierda que has robado hoy. Se la daré a alguien que lo necesite. Le apunté con mi Glock como si fuese un índice:

—Y que no te vuelva a pillar. En caso contrario, prefiero no pensar en lo que te pasará. ¡Vamos, lárgate!

Tiró su bolsa y se marchó corriendo y gritando, cuando ya estaba a una distancia respetable:

— ¡Vieja loca! ¡No eres más que una vieja loca!

Luego me dediqué a repartir el contenido de la bolsa —relojes, pulseras, móviles y carteras— entre los mendigos que se acurrucaban en pequeños grupos a lo largo del cours d’Estienne-d’Orves, no lejos de allí. Me lo agradecieron con una mezcla de miedo y asombro. Uno de ellos sugirió que estaba chiflada. Le respondí que eso ya me lo habían dicho.

Al día siguiente, el dueño del bar de al lado me previno: esa misma noche había habido otro atraco en la place aux Huiles. Esta vez la culpable era una anciana. No entendió por qué me

Prólogo del libro: La cocinera de HimmlerFranz-Olivier Giesbert, Alfaguara, 2014.

Foto: Hoy es arte

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