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La frontera frente al otro
Eduardo Flores comment 0 Comentarios

La migración se ha convertido en uno de los fenómenos más grandes del siglo XXI. Un reporte de la ONU indica que en todo el mundo existen alrededor de 214 millones de migrantes, cifra que ha crecido 37% en las últimas dos décadas. Durante ese periodo, el crecimiento de migrantes en Europa fue de 41%, mientras que en Norteamérica (incluyendo a México y Canadá en la estadística) fue de 80%. Esto no es un dato menor, ya que si todos los migrantes coincidieran en un nuevo país, hablaríamos de que ése sería el quinto más poblado del mundo (Moisés Naím, El fin del poder).

Pese a que las razones de quienes toman la decisión de mudarse de región con papeles o sin éstos pueden variar, el efecto que producen en la nueva tierra a la que llegan no es muy distinto. Al entrar en contacto con personas de otras culturas, valores o ideologías, se enfrentan a la intolerancia y los estereotipos. Por ello no son pocos los pobladores locales que actúan con miedo, hostilidad y desconfianza ante los diferentes.

Los argumentos en contra de esta posición no son menores, de ahí que Enrique Díaz Álvarez, doctor en filosofía por la Universidad de Barcelona y profesor de las asignaturas Filosofía política contemporánea y Literatura y sociedad en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, tomara como punto de partida esta problemática para dar forma a El traslado (Debate, 2015); un texto que habla de la complejidad que implica convivir en ciertas sociedades con personas diferentes a nosotros.

El autor tiene muy claro que la migración no es un problema porque genere diferencias de todo tipo. Sabe que respecto a esa situación los verdaderos enemigos están en otro lado, por eso voltea hacia la xenofobia, el racismo, la exclusión y otras formas de intolerancia. Además, se da cuenta de que el maltrato a la vida común también existe a partir de la indiferencia frente a lo que pudiera sucederle al otro, una práctica que no sólo se dirige a los migrantes, sino que también golpea la interacción con los propios vecinos. Nos dice que ambas acciones, tanto la intolerancia hacia el extraño como la apatía hacia quienes nos rodean, parten de una misma raíz: la incapacidad de ponernos en el lugar del otro.

He aquí el eje central del libro: ¿cómo cultivar la solidaridad y el interés por el otro, incluso si aquel tuviera una ideología, religión, color de piel o preferencia sexual diferente a la propia? Enrique Díaz propone dos caminos: la lectura y la interpretación, los cuales nos permitirán llevar a cabo el verdadero traslado, es decir, ponernos en el lugar del otro para tratar de entenderlo.

Para explicar esta propuesta, Díaz Álvarez divide el texto en dos apartados, “Política” y “Estética”. En el primero se apoya de anécdotas y referencias históricas que nos permiten comprender de manera clara el problema del que nos está hablando. Aunque desde el principio deja claro que el tema central del libro es la postura hacia el otro, este apartado hace algunas escalas, hay que destacarlo, que nos permiten ampliar nuestra perspectiva frente a este fenómeno, así como comprender que el miedo y la discriminación ante la diferencia no son hechos aislados ni mucho menos recientes.

Lo que nos encontramos en el texto es una suma de elementos que son guiados, desde el inicio, por un mismo hilo conductor que permite que cada referencia sume de manera atinada a la construcción del libro. Por ejemplo, retoma la anécdota de Günter Wallraff, un periodista alemán que durante dos años se disfrazó de migrante turco para sufrir los trabajos duros y peligrosos, así como las difíciles condiciones laborales que debían soportar quienes en realidad llegaban desde otro lado. Terminado su experimento, Wallraff hizo públicas sus experiencias y sus conclusiones a través de un libro, Cabeza de turco, obra que vendería más de dos millones de ejemplares en sus primeros meses de publicación, con el fin de instar a las autoridades a que mejoraran las condiciones de vida de los migrantes que trabajaban en Alemania. Con este antecedente, Enrique Díaz retoma la vieja concepción de bárbaro que los describía como los extraños o los enemigos y la adapta para describir a aquellas personas que Wallraff exhibió durante su relato, es decir, “aquellos que no tienen la aptitud o la capacidad moral para hacer que otra persona cuente ante sus ojos como un ser humano”.

En la segunda parte, Enrique Díaz explica su propuesta para lograr que nos coloquemos en el lugar del otro. Las referencias constantes a la lectura como posibilidad de salir adelante nos harían pensar que estamos ante otro texto que enaltece los beneficios que nos brinda esta práctica. Sin embargo, el objetivo de Díaz no es invitarnos a leer 20 minutos diarios para ponernos a salvo del miedo a lo diferente. Para nada nos insta a ser ingenuos. Él es más cauto con la recomendación; tiene claro que la lectura es un fin en sí mismo, y que si también puede funcionar como un camino a un mundo diferente, esto no sucederá de forma inmediata. Es consciente de que la lectura no nos hará mejores humanos por sí misma, entre otras cosas porque esto también depende de lo que se lee. De ahí que la tarea que nos deja sea tan específica: leer literaturas que nos muestren que todas las vidas cuentan a pesar de que la gente llegue desde el otro lado de la frontera o desde un país del que nunca habíamos escuchado el nombre, es decir, literaturas locales que muestren lo que han padecido los demás. Esto, nos dice el autor, nos permitirá “reinsertar la imaginación en el itinerario de lo público”. Así será posible que, de la misma forma que los prejuicios actúan sobre nosotros y nos llevan a actuar de forma negativa frente al otro, también podamos imaginarlo en situaciones parecidas a las nuestras con el fin de comprender sus circunstancias y generar empatía.

La imaginación, nos dice Díaz, “nada tiene que ver con la ingenuidad, sino con el deseo de tener una alternativa”. Más que una fórmula secreta que resuelva un problema social, El traslado es una invitación a mirar al otro de una manera distinta. No mirarlo como un ser ajeno, sino como una persona con diferencias frente a nosotros que no lo hacen menos humano, sino que lo dotan de un carácter único. Esta propuesta no quiere decir que adoptemos ciegamente la postura que los demás comparten. Debemos respetar a los otros sin dejar de respetar nuestra propia identidad. De esa forma seremos capaces de compartir un mismo espacio y construir un mundo que esté permeado por el respeto y la tolerancia hacia los demás.

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