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Las demasiadas conversaciones
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Los demasiados libros / Debolsillo, 2010

Un día en la red que comienza así: buscando videos en YouTube de cómo los robots, en un futuro no muy lejano, suplantarán a casi la totalidad de la fuerza laboral que sostiene a las economías. Leyendo artículos sobre el destino del libro y un ensayo de Jonathan Franzen, publicado en The Guardian, donde habla de los males de este mundo ultratecnologizado. Alternando en Spotify entre varias interpretaciones (en piano y cuerdas) de Die Kunst der Fuge de J.S. Bach, Le nozze di Figaro de Mozart y Pure Heroine de Lorde; después de haber leído en Flavorwire cómo músicos como Tom Yorke, Beck o David Byrne se quejan de lo poco redituable que les resulta a sus carreras dicha plataforma.

Todo lo anterior, mientras intento escribir acerca de Los demasiados libros de Gabriel Zaid, un libro que habla sobre montañas de libros que en algún punto nos habrán de sepultar. Porque no importa el número de suscriptores a Netflix o cuantos millones de visitas diarias registre Wikipedia, actualmente la humanidad, dice Zaid, publica un libro cada medio minuto. En el ensayo que titula el volumen, el autor de Cómo leer en bicicleta sostiene: “los libros se publican a tal velocidad que nos vuelven cada día más incultos. Si alguien lee un libro diario (cinco por semana), deja de leer 4,000 publicados el mismo día”. Aquí lo importante no es qué tan culta o inculta pueda ser una persona sino cómo, a mayores avances tecnológicos y a mayor densidad de población, la industria editorial seguirá produciendo más libros de los que se leen.

En “Quejarse de Babel”, Zaid explica cómo esta abundancia de la palabra escrita crea una paradoja; la de la cultura como un perpetuo diálogo, en el que la diversidad quiere ser desplazada por la intención totalitaria de aquellos que no sueltan el micrófono: “Nos quejamos de la confusión de lenguas, de la variedad de conversaciones, porque soñamos con la atención universal, inabarcable para nuestra finitud. Pero la cultura es una conversación cuyo centro no está en ninguna parte”.

Además del tono didáctico con que Zaid arroja datos estadísticos de la sobreproducción libresca, de la oferta y la demanda en “mercado” de la poesía, de los datos más curiosos de Wikipedia (sus defectos, aciertos y posibilidades), el autor habla casi con nostalgia de la superioridad del libro impreso sobre el cine, la televisión y el e-book. Para lo cual se aferra a un simple argumento y sus implicaciones: “Los libros pueden ser hojeados”.

Los demasiados libros es también un elogio de la bibliofilia (y acaso de la bibliomanía), de los libros que se compran con el riesgo de nunca ser leídos, de las bibliotecas personales –“genoma intelectual” de su propietario-, que heredan lecturas de generación en generación, perpetuando una dialéctica escrita entre lectores, en un contexto atestado de hipervínculos, donde leer y escribir son lujos que, mientras más lejos se llegue en los estratos económicos, más incosteables se tornan.

“La medida de la lectura no debe ser el número de libros leídos, sino el estado en que nos dejan”, escribe Zaid. Entonces, cierro el Spotify y el Safari, busco mi edición casi deshojada de El Quijote y abro el capítulo VI del primer libro: “Del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo”.

Melissa Hernández Navarro

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