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El leviatán de los leviatanes
Bruno Fuentes comment 0 Comentarios

“Elijamos al más distraído de los hombres sumergido en su más honda ensoñación; pongámoslo en pie y nos llevará, infaliblemente, hacia el agua, si hay agua en esa región.” Así habla Ismael, el narrador de Moby Dick, poco antes de contarnos su oceánica aventura en busca del leviatán que inspira al título de la novela. Y es cierto; si elegimos cualquier punto de la tierra y caminamos hacia ese punto sin parar, tarde o temprano llegaremos al agua. De la misma forma, el lector curioso tarde o temprano llegará a Moby Dick. No podemos escapar del agua al igual que no podemos escapar de esta novela, en la cual penetramos y navegamos hacia el misterio como lo hacen Ismael, Queequeg, el capitán Ahab y los demás tripulantes del barco que atraviesa el mundo en busca de la ballena. Pero esta ballena bien podría ser una mera ilusión, una lucha obstinada por darles a la esperanza y a la fe en lo bello una encarnación marina.

¿No hacemos lo mismo los lectores con los libros? ¿No buscamos en cada libro darle forma a algo amorfo, inefable, eternamente escapándose de nuestras manos? Si ocasionalmente logramos moldear esa forma, Melville nos la entrega dotada de una oceánica bestialidad, destinada a perdernos y desorientarnos en el mar para que la mente juegue sus propias trampas y entonces el leviatán de la imaginación nos devore. Lo que en apariencia encarnaba la belleza y la esperanza, encarna también lo trágico, lo oscuro de la condición humana y lo que comienza a acecharnos desde el momento en que lo buscamos porque nos ilusiona. Pero la ilusión se da la vuelta cuando menos lo esperamos y nos come con sus dientes de ballena.

Moby Dick nos hechiza porque en su prometedora fatalidad hay algo indescriptiblemente bello. Despierta ese instinto incomprensible que a todo dice sí, perfecto, hazlo, hazlo aunque mueras, hazlo a costa de lo que sea porque, ¿quién no sucumbe a lo estético? Y sobre todo, ¿quién no sucumbe a la curiosidad?

Como los griegos en busca de Helena o como Dante en busca de Beatriz, Ismael atraviesa el infierno en busca de su ideal. Pero él no ignora el calvario que lo espera: “En un arrogante gesto filosófico, Catón se arroja sobre su espada; yo, tranquilamente, tomo un barco”. Nuestro narrador conoce su destino y lo acepta, así como el artista también conoce el suyo a la hora de ver un Moby Dick, un Ulises o un Pedro Páramo relucir al fondo de cada uno de sus pensamientos, y también lo acepta. Entonces, como Catón con su espada o Ismael con su barco, Melville toma su pluma y escribe.

“En efecto: como todos sabemos, agua y meditación siempre han estado unidas”. Ésta es otra de las reveladoras ideas que narra Ismael, y que vale la pena rescatar porque Moby Dick es, sin duda alguna, una novela meditativa. Nos arroja en el misterio y en la oscuridad del mar pero equipados por un entendimiento del agua que ninguna otra obra otorga, de modo que, cuando el leviatán de los leviatanes sale a la superficie desde el fondo de nuestra imaginación lectora, su monstruosa naturaleza no nos paraliza; pues al transformar el concepto del agua hemos transformado el conflicto entre la vida y la muerte.

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