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Lo esencial es invisible a los ojos, o de cómo son las historias lo que importa
David Velázquez comment 0 Comentarios

Acabo de ver Un monstruo viene a verme, la adaptación cinematográfica de la novela homónima de Patrick Ness. Y aunque no he tenido oportunidad de leer el libro, puedo reconocer una gran novela detrás de esta producción, así que ya estoy buscando la oportunidad de leer la versión original de este relato. Esto me ha llevado a pensar en la proliferación de historias adaptadas para el cine, ya sea desde el bestseller del momento, la novela juvenil de moda, el cómic legendario, el videojuego que renovó el gameplay o, ¿por qué no?, la versión anterior de la película. Y quizá debería agregar que esto pasa principalmente en el cine “comercial”, de cartelera, pues aunque no quiero meterme en terrenos pantanosos al traer la discusión sobre qué cine es arte y cuál no lo es, es innegable que esta tendencia prevalece en las producciones de Hollywood, el epítome del cine como mercancía. ¿Acaso faltan historias originales?, ¿se ha agotado la gallina de los guiones de oro?

Es cierto que en la génesis misma del cine, como advertía Walter Benjamin, está la carencia de “aura”, una característica del arte moderno, que permite reproducir la misma obra desde decenas hasta millones de veces. El filósofo alemán nunca imaginó el alcance que hoy tiene la tecnología, pero previó la manera en que cambiaría nuestra forma de apreciar el arte: hemos pasado de contemplarlo, como un objeto casi místico y valioso por su unicidad, a consumirlo como una mercancía banalizada, un producto industrial que puede reproducirse innumerables veces. En el caso del cine, esto no sucede sólo en las salas, sino en las miles de pantallas que hoy tenemos a nuestra disposición. Al final, lo que queda es la experiencia estética, el goce que vivimos cuando, pese a su materialidad, nos disponemos a disfrutar de una obra con todos nuestros sentidos e imaginación (algo cada vez más difícil, dada esa misma ubicuidad de los objetos “estéticos”).

Ante este panorama, creo firmemente en que no debe asustarnos que un libro (centrémonos en este caso) “sufra” una adaptación cinematográfica, como si fuera a perder su esencia y vitalidad originales. Es cierto, como ya se mencionaba en otra colaboración, que estas versiones pueden ser más o menos afortunadas, más o menos fieles a la historia original. Aún más, en mi opinión una película puede ser bastante discorde con la historia que la inspiró (a lo que debemos que existan, por ejemplo, Blade Runner o la nueva y maravillosa versión de El principito), pero nunca ocupará el lugar que ésta tiene en la literatura, ya no digamos en nuestros corazones. Y pienso, aunque esto pueda costarme un linchamiento, que en realidad ambas versiones, por mucho que nuestros sensibles fanáticos internos quieran hacernos creer lo contrario, son independientes y buscan a públicos distintos, puesto que también están narradas en lenguajes diferentes. Todas tienen su lugar en el extenso catálogo del entretenimiento, y en realidad, como se suele decir de un autor y su obra, pueden no compartir más que una relación genética.

Con esto quiero decir que por mucho que disfrutemos un libro, o a pesar de lo mucho que nos guste una película, hay un engaño autoimpuesto si creemos que las dos tienen que ser absolutamente concordantes una con la otra. Nuestra imaginación, en principio, es siempre subjetiva, y es absurdo pensar que el director y todos los involucrados en una película (que pueden contarse por cientos en algunos casos) van a compartirla. Claro que pueden jugar mal y deshonrar la esencia de un libro, pero eso no desmerita al libro mismo, al cual podemos volver siempre para renovar el goce. De manera análoga, cuando un libro no es lo suficientemente bueno, también podemos esperar que su adaptación salve los baches en los que éste se estancó.

Lo importante de todo esto, en mi humilde opinión, es que seguimos siendo aficionados a las historias. Alguna vez le pregunté a una amiga por qué se dedicaba a la dramaturgia, y su respuesta (“Las personas amamos las historias ―me dijo―, y para mí no hay mejor forma de contarlas que sobre un escenario”) me dejó pasmado, porque hizo evidente una verdad que intuía, pero que durante mucho tiempo pasó velada para mí: desde que somos humanidad, nuestra existencia se cifra en historias, que pasamos primero de boca en boca, luego de mano en mano, y ahora, cada vez con mayor insistencia, de pantalla en pantalla.

Recordemos que a los antiguos les asustaba la perspectiva de la escritura, porque haría que la memoria personal perdiera importancia, pero han pasado siglos y aún tenemos memoria, no sólo personal, sino cultural, global, que podemos compartir con quien sea, en cualquier momento y lugar. Hoy el miedo es que nuestra memoria escrita se convierta en memoria visual, un tema que no pocos escritores de ciencia ficción han explorado (y lo que quizá despierta esta aversión a las versiones fílmicas de algunos libros) pero aún si eso pasa seguirá habiendo historias. Porque estamos hechos de ellas, aún si son sólo las que nos contamos a nosotros mismos sobre quiénes somos y a dónde vamos.

Por eso, querido lector, cuando te enfrentes a la disyuntiva sobre qué versión es mejor, si el libro o la película, atiende a los méritos de su narrativa, a su capacidad de preguntarte, de asombrarte y de mostrarte un punto de vista que jamás habrías imaginado, o de ponerte en la piel de alguien con quien de otra forma no habrías empatizado, y no a un prejuicio cansino sobre la materia en la que ésta se expresa.

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