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Maus, Art Spiegelman
Redacción Langosta comment 0 Comentarios

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Maus fue la primera novela gráfica en la historia en ganar un Pulitzer. Es quizás éste el dato que más persista en la memoria de aquellos que han tenido contacto con el libro. Otro de los aspectos que más se recuerdan, me parece a mí, es la técnica “posmodernista” —no me gusta usar estos terminajos, pero a veces no queda de otra— de representar a las distintas razas humanas como animales: judíos como ratones, alemanes como gatos y polacos no judíos como cerdos.

Ok.

En el abigarrado mundo de la literatura de la segunda posguerra es difícil, al menos para mí, toparme con un libro que refresque el discurso de siempre, que siembre en mí las ganas de llegar hasta el final. Maus, como muchos de ustedes saben, es la historia de Vladek y Anja Spiegelman, padres de Art, judíos polacos sobrevivientes del Holocausto. La propuesta gráfica es cuando menos interesantísima para un lector tradicional —como yo, por ejemplo—, y esta secuencia en imágenes justifica sobradamente la calidad y la originalidad del libro.

De acuerdo.

Sin embargo, lo que yo conservo de mi lectura de Maus es algo que a pocos he escuchado mentar. La historia de Vladek y Anja, desde que se conocieron y se enamoraron hasta que muchos años después, luego de sufrir lo indecible a manos de los nazis, llegaron en calidad de refugiados a Estados Unidos, está construida a partir de las muchas conversaciones que Art sostuviera con su padre en los setenta, varias décadas después de concluida la guerra. Y varias décadas después, también, del doloroso suicidio de su madre.

Art tuvo siempre muchas preguntas, pero no fue sino hasta casi cumplidos los treinta años que se atrevió a formularlas. Vladek, su padre, aún vivía, y Art decidió entregarse de lleno a la tarea de reconstruir el viacrucis que condujo a sus padres primero a Estocolmo, donde él mismo nació —casi de milagro—, para finalmente asentarse en Nueva York.

Vladek nunca aprendió bien inglés. Llegó a Estados Unidos tarde, cansado. Se puede comunicar y lo entiende todo perfectamente bien, pero su inglés es mocho, y Art decidió retratar a su padre tan fidedignamente como le fue posible. Este inglés mocho se conserva desde luego en la traducción al español, lo que conforma, para mí, gran parte del encanto de este libro. Porque no es lo mismo “Y entonces, bajamos a gran velocidad las escaleras” que “Así bajamos velocidad fuerte las escaleras”. Por ejemplo.

La parte más decididamente entrañable de este libro, me parece a mí, obedece a la cotidianidad que atisba desde las comisuras de la difícil relación padre–hijo durante estas conversaciones. Tenemos, por un lado, a un Vladek exhausto, enfermo, testarudo y gruñón, eternamente enamorado de la Anja ausente —quien los traicionó abandonándolos a la sordidez y frivolidad de este mundo—; un Vladek para quien los años no han hecho sino amargar su vida de superviviente, que deja poco espacio para la paz y la alegría. Por otro lado, tenemos a nuestro protagonista en las sombras: Art Spiegelman, el exitoso historietista que se confronta con su pasado y el de sus padres, agudo, soberbio y extraordinariamente inteligente, quien llega incluso a cuestionarse si se merece la vida que tiene cuando ésta ha sido posible sólo a costa del sufrimiento de sus padres, del suicidio de su madre cuando él era apenas un niño. Un Art que deja entrever su contrariedad a medida que reconstruye una historia cuyas heridas no han cicatrizado. Un Art Spiegelman destinado a coronarse como el ganador del Pulitzer, que ama y odia a su padre a medida que va armando el rompecabezas de esta historia, Maus, que no en pocas ocasiones estuvo a punto de abandonar.

Qué bueno que no lo hizo.

Wendolín Perla