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Novela para gente que no baila
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A veces la gente no baila. Por más que los otros se esfuercen. Por más que se siga el ritmo. Por más que se repita incansable y silenciosamente que son tres pasos y no dos. A veces la gente no puede bailar. Sólo no pasa. Y hay veces en las que sí. A veces la gente baila. A veces la gente baila y encuentra en la música hilos invisibles que se encargan de mover cada articulación del cuerpo; y de ser títeres con gracia que giran y giran se pasa a ser pirinolas sin control. Y hay tantas veces en las que el baile deja de ser un impulso descontrolado y se convierte en técnica. Y los movimientos ya no sólo fluyen, sino que se ejecutan con precisión. Con precisión de guillotina, pero de guillotina sensual. Y es tanta la sensualidad que incluso el más feo de los feos puede dejar de serlo. El baile parece tener esa magia: de tanto bailar con alguien uno se puede enamorar.

Y sólo alguien que entiende todo eso puede escribirlo. Por eso, mucho de autobiográfico hay en Historia de amor con hombre bailando (Alfaguara, 2013), novela del chileno ganador del Premio Alfaguara 2010, Hernán Rivera Letelier. Porque Letelier era —o todavía es— un bailarín avezado. Desde rock and roll hasta cumbia, del twist al mambo. O eso es lo que ha manifestado en algunas entrevistas. Que de joven ganó varios concursos. Quizá también varios amores. Quizá sólo uno o dos. Como el protagonista de su novela, Fernando Noble, un hombre feo —de los más feos que Coya, localidad salitrera chilena donde se desarrolla la trama, hubiera visto nunca— y cuarentón que nunca sonríe ni llora, pero que baila como poseído. Y su forma tan enferma de bailar, y de vivir en torno al baile, es la que le otorga un lugar de honor en el Salón Grande —y en el corazón del pueblo entero—, ese centro nocturno en donde se pule el piso con los zapatos y se olvida un poco lo cotidiano y lo árido del desierto.

Letelier ha bailado y observado tanto, que la novela por momentos es también una tipología del bailarín. No sólo eso. Historia de amor con hombre bailando es incluso un catálogo que dibuja una silueta latinoamericana de la música popular del inicio de la segunda mitad del siglo xx. Melodías tan variadas como representativas: Volver, de Carlos Gardel; El mundo está cambiando, de los Iracundos; Popotitos, de los Teen Tops; o Mambo no. 8, de Dámaso Pérez Prado, son temas que aún persisten en el imaginario próximo y que se filtran alegres en la dinámica de la novela.

Valiéndose de anécdotas ingeniosas y una prosa tan limpia como poética, Letelier no sólo narra las historias de amor fallido —fatídico, fugaz— de las que es protagonista Fernando Noble, también se encarga de recrear la vida cotidiana de un pueblo obrero. Las condiciones socioeconómicas son visibles a través de descripciones sutiles, casi sin importancia: un piso de tierra, un colchón fiado, un búnker compartido; el trabajo de cada uno de los habitantes, las labores en el campamento minero, ayudan a personificarlo. La de Letelier es una novela fresca enmarcada por “el desierto más seco del mundo”.

No es la primera vez que el autor chileno toma la música y la pampa salitrera como referencias para sus novelas: ya en Fatamorgana de amor con banda de música (Alfaguara, 1998) enmarca el romance principal bajo el mismo espacio desértico, al igual que Romance del duende que me escribe novelas (Alfaguara, 2015). Tampoco es la primera vez que bautiza sus novelas con nombres tan particulares: Canción para caminar sobre las aguas (2004), Himno del ángel parado en una pata (1996) y La Reina Isabel cantaba rancheras (1994) dan cuenta de sello rítmico del autor.

Lo más entrañable de Historia de amor con hombre bailando no es la forma en que se construye la figura legendaria de Fernando Noble, El Feo. Ni las anécdotas que arrancan carcajadas. Ni los personajes que conforman el pueblito chileno. Quizá son los momentos en que las luces iluminan la pista y El Feo comienza a levitar. Porque se le olvida todo: el dolor de corazón, las maldiciones y la mala suerte. Porque hay gente que no baila. Y sólo a través de alguien que entiende y que escribe, el no bailarín puede por fin moverse con gracia.

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