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Capítulo 1: Peregrinos
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Fragmento

ILSE

Del 26 de enero de 1936 al 25 de marzo de 1938

1. La niña

En el primer soplo, la vida duele.

¿Cómo no llorar la primera vez que la luz lastima los ojos o la primera vez que se siente el roce seco del aire en la piel? ¿Cómo no llorar cuando los pulmones se llenan de oxígeno frío y desconocido, cuando los ruidos suaves que antes llegaban a los oídos inundados, llegan duros, sin filtros? ¿Cómo no protestar con energía cuando el mundo se torna infinito y no ayuda para contener el cuerpo, hasta ese día tan ajustado, tan sostenido, tan abrazado en la oscura suavidad del interior de la madre?

La niña empezaba a acostumbrarse a ello, y quizá hasta a disfrutar de la vida en brazos de su madre, cuando la llevaron a la iglesia a darle nombre.

Ese día en que todo estaba por venir, el agua bendita de su bautizo mojó con bendiciones su frente y regó el suelo de Prusia Oriental, cuando todavía existían ésta y su gente sin saber que tenía los días contados, sin saber que le esperaba un propio bautizo de fuego que borraría el nombre de esa tierra para siempre. Ese día y desde 1918, la orgullosa Prusia existía separada de su Alemania, no por voluntad propia, sino por castigo impuesto por el mundo. Y sus habitantes —incluida esa niña, nueva bautizada— se habían quedado en el ostracismo, como una astilla que se separa de su palo: eres, pero no; perteneces, pero casi te olvido. Existían lejos, pero en eterna añoranza de sus hermanos germanos al oeste; separados por mar, pero más por tierra. Lejanos, pero nunca relegando al olvido la patria, y con el profundo deseo de transitar con libertad por sus otrora tierras convertidas en frontera que los separaban, tierras que antes también eran Prusia y que ahora el mundo se empeñaba en llamar Corredor Polaco.

Ese día del bautizo de agua de la niña faltaba mucho para el de fuego, pero durante décadas por venir, el mundo dedicaría un gran esfuerzo para entender el orden de los sucesos, la importancia de las variables; exigiría a las grandes mentes y gastaría grandes recursos para analizar el origen de la culpa y la crueldad del culpable, de los culpables. También dedicaría selectos silencios para hacer olvidar lo intolerable del propio delito. Y prometería que todo lo acontecido nunca más volvería a suceder. Poco se hablaría de que ésa era una promesa fallida que ya se había hecho una ocasión anterior tras castigar al agresor, al perdedor.

A la niña para siempre le gustaría el nombre que le habían escogido, pero ese día, el pastor se lo derramó repentino, abundante, frío —porque desde siempre había sido imposible mantener tibia el agua de esa pila bautismal. Lo dejó caer sobre su frente tibia sin miramientos. El apelativo se adhirió a ella para siempre, gracias a esa agua y a miles de bendiciones, pero el golpe helado fue brutal y le arrancó a Ilse un grito que se convirtió en un llanto que no cesó sino hasta concluida la ceremonia.

Sus padres celebraron de manera sencilla como no pudieron hacerlo por el bautizo de su hija mayor sólo cuatro años antes. Cuánta diferencia hacen cuatro años, pensaron mientras ponían la mesa para seis invitados y mientras emanaba el delicioso aroma del ganso al horno. Qué lejana el hambre de su infancia y juventud. Qué bien escogido su canciller que había salvado a Alemania de la escasez.

Ese mismo día, muy lejos de ahí, Madame Titayna, periodista francesa, hacía al taciturno líder una rara entrevista para una revista de su país: «No hay un solo alemán que quiera la guerra. La última nos costó dos millones de muertos y siete millones y medio de heridos. Aunque hubiéramos sido los victoriosos, ninguna victoria hubiera valido la pena por ese precio», declaró él, y ella se regresó convencida a su país de que ni ese hombre ni ese pueblo representaban una amenaza para la paz.

Su canciller quería paz, y los padres de Ilse al igual que él. El mundo decía que la guerra anterior había acabado con todas las guerras. Era innegable que había acabado con ellos. Hartwig y Wanda Hahlbrock habían sobrevivido la ruina y la tragedia. Ahora lo único que deseaban, después de tanto sufrimiento, ya con esperanza, era ver a sus queridas hijas crecer felices, sin hambre y con paz. Y creían que con el Führer eso por fin era posible. Tres años de él, tres años de orden, tres años de su vida, tres años de trabajo, tres de por fin contemplar un presente sin hambre y un futuro promisorio. Y, por eso, una nueva y querida hija. Ilse.

Dos años y dos meses después, aunque no recordaba ni el dolor de su nacimiento, ni el del agua helada de su bautizo, Ilse ya era un cúmulo de pequeñas experiencias y conocimientos adquiridos, porque nunca se aprende tanto como en los primeros tres años de vida. Se aprende, se vive, pero no se recuerda haber aprendido o haber vivido.

En ese tiempo fue que Ilse conoció a la gente de su pequeño y aislado mundo; aprendió a distinguir el hambre y sus punzadas, pero también a tener paciencia y a esperar: el alimento llegaría, su madre se encargaría de ello; no había necesidad de llorar, porque ya había aprendido las palabras «tengo» y «hambre», entre muchas otras. En esos primeros años aprendió que el fogón da un calor sabroso a cierta distancia, pero que si se acorta, éste quema. Aprendió a erguirse, a caminar, a subir escalones y a bajarlos. Aprendió a nombrar las cosas. A nombrarse a sí misma: Ilse Hahlbrock, aunque el apellido todavía se le hacía un nudo en la lengua.

También aprendió a no llorar, porque lo único que conseguía con sus lágrimas era molestar a su madre, que siempre le decía: Ilse, nosotros no lloramos. Conoció el deseo por lo ajeno —pues la muñeca de su hermana le parecía más hermosa que la propia—, pero también aprendió a desprenderse de él y a conformarse con lo que era de ella sin protestar, pues tampoco así conseguía nada.

En ese tiempo aprendió también a temer a los gansos y a los perros, aunque nadie lo pudiera entender: Káiser, el único perro en su mundo, jamás se hubiera atrevido a asustarla, menos a lastimarla.

Pero a la niña no había manera de convencerla de ello.

—Si no muerde, Ilse. El Káiser es bueno, acarícialo.

Pero la niña tenía sus motivos para temer, aunque no los recordara ella y aunque nadie los hubiera atestiguado.

Y es que en una ocasión —una rara ocasión en que, pasados los dos años de edad, salió de su casa sin que su madre lo notara y sin que los hombres de la granja, ocupados en la labranza, la vieran deambular sola por ahí— Ilse se acercó al lago de los gansos, atraída por sus graznidos y por las ganas de ver a los bebés.

La noche anterior, su padre le había prometido que la llevaría pronto, pero Ilse no sabía cuánto tiempo era «pronto», y ese día le pareció que la promesa se la habían hecho hacía una eternidad, así que se decidió por ir, con planes de jugar con los polluelos y de cobijarlos bien: el agua del lago siempre estaba helada, y si a ella no le gustaba nada el agua fría, creyó que lo mismo pensarían ellos.

Los gansos, padres nuevos, que de cualquier manera siempre fueron medio salvajes, no le dieron oportunidad de acercarse a su nueva familia, y mucho menos de jugar o de cobijar ni a uno solo de sus polluelos: al ver que la cría humana se acercaba, salieron agitando sus alas y sus patas sobre el agua hasta llegar a tierra seca. Luego corrieron en terreno sólido.

Ilse no era nueva en el mundo: ya sabía distinguir entre el «Ilse» suave que salía de los labios de su madre cuando lograba quedarse quieta un rato y la dejaba seguir con sus quehaceres en paz, o el «Ilse» que resonaba duro por la casa si se negaba a meterse a la bañera, a ir a la mesa en el instante en que la llamaban, a comerse entera la porción de salchichón que le había servido su madre, o al pelear con su hermana.

Sería por eso o porque en buen momento se activó por primera vez su instinto de conservación y supo con toda certeza que el graznido de los gansos no era un saludo de buenos días o de bienvenida, y que del peligro inmediato había que huir. Con un plomo en el estómago que apareció de la nada, Ilse se dio la media vuelta y, sin mirar atrás, corrió tan rápido como sus piernas de dos años y tres meses fueron capaces.

Al huir, su alarido quiso salir tan intenso, tan poderoso, que le cerró la garganta y se guardó mejor dentro de su pequeño cuerpo, para nunca más abandonarlo.

Ilse corrió en un silencio apretado, forzado. Si respiraba era porque no tenía remedio. Sabía —¿cómo sabría?— que los gansos eran más veloces que ella, que la alcanzarían, que la morderían, que le arrancarían la piel y hasta el cabello.

No se atrevía a mirar atrás.

—Schnell laufen —se pedía correr más rápido, sin que un solo sonido fuera capaz de mover sus cuerdas vocales—. Schnell, Schnell laufen!

Y ya sentía el aliento caliente de las furibundas aves en sus tobillos.

Entonces, de reojo, vio que el Káiser se acercaba a toda velocidad, enorme, imponente. De haber vuelto la mirada, habría visto al perro interponerse entre ella y sus atacantes alados para protegerla, pero no: ella, con la mirada fija hacia el frente, sólo sintió la cola del pastor alemán rozar sus piernas aunque ella, en su apuro, creyó que eran los grandes colmillos los que la habían alcanzado, por lo que al instante imaginó a éste unido a la jauría tras la presa, en complicidad con los gansos salvajes.

En su mente asustada, el gua, gua, gua de él se fundió con el hua, hua, hua de ellos. Y corrió más rápido.

Ilse se refugió en el granero, sorprendida de haber ganado la carrera, y ahí, en lo oscuro, dominó el ritmo acelerado del corazón. Se escondió sin hacer ruido y, con el paso del tiempo, la invadió un nuevo miedo que la hizo olvidar al otro: que la sorprendiera su madre con su duro «Ilse», con el que le hablaba cuando había sido niña mala como ese día. Nein, Ilse. Nicht allein —la palabra de su madre era la ley en la casa: sola no sales, Ilse.

Si no hubiera sido por su estómago, gran motivador, ahí hubiera pasado la tarde, y tal vez la noche entera. Pero éste la convenció, a fuerza de hambre, de que ya era hora de regresar a enfrentar lo que fuera, hasta al «Ilse» enojado de su madre. Y, porque cuando Ilse tenía hambre no podía pensar en otra cosa —y ya era hora de su pan tostado con mantequilla—, su mente olvidó lo que su cuerpo nunca pudo: la razón de su miedo a gansos y a perros.

Lo que a la niña le había parecido una eternidad, había transcurrido en sólo media hora. Su madre nunca se enteró de su ausencia, ocupada con el bordado de los delantales y fondos de sus hijas, al creerlas a ambas en la siesta. No hubo reclamos: hubo pan tostado con la cremosa mantequilla que hacían ahí mismo. Luego hubo juegos toda la tarde con Irmgard, su hermana que, al ser cuatro años mayor, se encargaba de entretenerla —y de que no saliera sola de la casa— mientras su madre cosía, tejía, bordaba, limpiaba o cocinaba.

Al llegar su padre, supo que ya era hora de la cena, y qué bueno: tenía hambre otra vez. Su madre le sirvió chucrut con salchicha de ternera, su favorita.

El Káiser, que sólo entraba a la casa por invitación de su padre, la miraba con intensidad, como si quisiera comerla, le parecía. Ilse, que para siempre tendría el grito guardado dentro de su cuerpo después de esa tarde, perdió el interés en su comida y se refugió en el regazo de su padre.

Y era cierto que el Káiser miraba con antojo, pero no a ella: miraba la salchicha, y casi con amor. Creía merecer un premio especial por ser el héroe, por haberla salvado, por interponer su cuerpo entre los gansos y el de la niña, por tener el cuero adolorido debido a los picotazos que habían alcanzado a darle los demonios emplumados durante la batalla campal.

Esperó con paciencia, pero la cena empezó y terminó sin que nadie, ni siquiera la niña, compartiera con él como recompensa por lo menos un mendrugo. No que a Ilse se le hubiera ocurrido y se hubiera atrevido a acercar su mano a ese hocico enorme y hambriento, sino que además para el final de la cena, a pesar de seguir con el estómago petrificado, la niña se había comido todo; ni una migaja de nada se había atrevido a dejar, porque, si su madre ordenaba: alles essen, ella se comía todo lo que le había servido, y sin chistar.

Nunca sabría que los eventos de ese 25 de marzo 1938 se habían guardado dentro de ella más como instinto que como memoria activa. Esa noche, al irse a la cama, Ilse no supo que, en cambio, ese día se quedaría grabado para siempre en la memoria de su gente, pero no porque una niña prusiana hubiese pasado un susto por unos gansos protectores de su territorio y familia, sino porque el dueño del destino de su tierra hacía más claras sus intenciones ante los germanos y ante el mundo en su visita a Königsberg.

#Capítulo1 literatura Sofia Segovia

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