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Vampirizar. O de cómo Carlos Fuentes trajo a Drácula a la Ciudad de México
Ramón Córdoba comment Un comentario

El vampiro es una figura tan seductora y bizarramente prestigiosa que millones de personas la reconocen sin haber leído ni a Bram Stoker ni a Ann Rice ni a Stephenie Meyer ni a nadie, para acabar pronto. Hijo literario de la Inglaterra gótica y del romanticismo fantástico, ha hecho correr torrentes de tinta y seguirá haciéndolo porque da rostro a pulsiones, instintos y deseos oscuros: la inmortalidad, la sexualidad paranormal, la sed de Mal, la eterna juventud…

Ahora bien, de este lado del Atlántico los vampiros literarios se nos dan bastante mal. Tanto o más que la narrativa de terror, en general. Toda una reverenda joda, pues, sobre todo porque hay un gran público ávido de ella. ¿O qué: Cañitas y La mano peluda son nuestro triste non plus ultra?

Por fortuna hay excepciones, aunque contadas, y una de ellas es Vlad, de Carlos Fuentes, novela breve que respeta las convenciones del género para dar plataforma a un vampiro mordaz y tentador, cuya decisión de instalarse en México es estratégica: oscura y sobrepoblada, sin ley y sin dios, nuestra mastodóntica urbe es casi el Paraíso para un chupasangre. Y es aquí, en la región más transparente, donde Vlad/Drácula cae sobre la vida de un hombre y la consume hasta los tuétanos, sin escape posible; mas, ¡oh, paradoja!, también le ofrece a cambio devolverle a su hijo muerto…

Y es en este punto donde debo contenerme, pues el final no debe ser revelado, sino leído.

A manera de colofón, va este párrafo de una conferencia que dictó Fuentes en Bellas Artes, en el inimaginable año de 1965, donde creo ver una remota semilla de Vlad:

«¡Compadece a los monstruos!, recomienda Robert Lowell. Tengámosle compasión a Herr Voivode Dracula, porque le hace falta lo que los mortales tienen, pero no necesitan. O creen, what fools, no necesitar. He aquí la perspectiva que abre el simple hecho de que, frente a la necesidad común de levantarse con un reloj despertador, afeitarse con una crema sin brocha, desayunar con un cereal estereofónico y tomar el tranvía de las ocho a la oficina, exista la necesidad de alimentarse con la sangre de señoritas inglesas, rodearse de vampíricas translúcidas, viajar en barcos sin tripulación y dormir la siesta en un féretro lleno de tierra húngara —para no hablar de los espejos que, definitivamente, se niegan a reflejarnos—. No es ajeno a una política insurrecta exigir el sufragio efectivo para las brujas de Macbeth que, when the hurly burly’s done, puedan contar con su asilo y su lote en el panteón cuando, cansadas, renuncien antes que nosotros (precediéndonos: anunciándonos) a la inmortalidad.»

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  1. Si es evidente que la trama argumental se inspira en la novela de Stoker, también creo ver la influencia de La pata de mono, de W. W. Jacobs. (Si es, como yo infiero, que lo que espanta al protagonista en el final es la vuelta de su hijo muerto).